Por Franco Berardi (Bifo)
“El obrero alemán no quiere pagar la cuenta del pescador griego.” dicen el pasdaran del fundamentalismo economicista. Enfrentando trabajadores contra trabajadores, la clase dirigente financiera ha llevado a Europa al borde de la guerra civil. Las renuncias de Stark marcan un momento decisivo: un alto funcionario del Estado alemán alimenta la (falsa) idea de que los laboriosos nórdicos están sosteniendo a los perezosos mediterráneos, cuando la verdad es que los bancos alentaron el endeudamiento para sostener las exportaciones alemanas.
Para trasladar activos e ingresos de la sociedad hacia las arcas de los grandes capitales, los ideólogos neoliberales han repetido un millón de veces una serie de cuentos chinos que, gracias al bombardeo mediático y a la marginalidad cultural de la izquierda, se vuelven lugares comunes, obviedades indiscutible, incluso, cuando son pura y simple falsificación.
Enumeremos algunas de estas manipulaciones que son el alfa y omega de la ideología que ha llevado al mundo y a Europa a la catástrofe.
Primera manipulación:
reduciendo las tasas de posesión de grandes capitales se favorece la ocupación. ¿Por qué? Nadie nunca lo entendió. Los poseedores de grandes capitales no invierten cuando el estado se abstiene de reducir su propio patrimonio, sino sólo cuando piensan que pueden aumentar sus ganancias. Por eso el estado tendría que, progresivamente, tasar impositivamente a los ricos a fin de poder invertir recursos y generar ocupación. La Curva de Laffer –que es la base de la reaganomics– es una embuste transformado en fundamento indiscutible, tanto de la derecha como de la izquierda, en los últimos treinta años.
Segunda manipulación:
prolongando el tiempo de trabajo de los ancianos, postergando la edad de la jubilación, se favorece la ocupación juvenil. Se trata de una afirmación, sin dudas, absurda. Si un trabajador se jubila, se libera un puesto de trabajo que puede ser ocupado por un joven, ¿no? Si, en cambio, el anciano trabajador es obligado a trabajar cinco, seis o siete años más, en relación a lo que estaba estipulado en su contrato, los jóvenes no logran obtener los puestos de trabajo que quedan ocupados. ¿No es evidente? Sin embargo, las políticas, tanto de las derecha como de la izquierda desde hace tres décadas, están fundadas sobre el misterioso principio de que es necesario hacer trabajar de más a los ancianos para favorecer la ocupación juvenil. Resultado concreto: los poseedores de capital, que deberían pagar una jubilación a los viejos y un salario a los jóvenes, pagan, en cambio, un salario a un individuo cansado y no jubilado y fuerzan al joven desocupado a aceptar condiciones de precariedad.
Tercera manipulación:
es necesario privatizar la escuela y los servicios sociales para mejorar la calidad gracias a la competencia. La experiencia de estas últimas décadas muestra que la privatización conlleva un empeoramiento de la calidad, porque la finalidad del servicio no es más satisfacer una necesidad pública, sino aumentar el beneficio privado. Y cuando las cosas comienzan a funcionar mal –como ahora mismo sucede en Europa– entonces las pérdidas se socializan, dado que no se puede renunciar al servicio, pero los beneficios siguen siendo privados.
Cuarta manipulación:
los sueldos son demasiado altos: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y debemos ajustar el cinturón para ser competitivos. En los últimos decenios, sin embargo, el valor real de los salarios se ha reducido drásticamente, mientras que las ganancias han, sin duda, crecido. Reduciendo los salarios de los obreros occidentales gracias a la amenaza de transferir el trabajo hacia países de reciente industrialización, donde los costos del trabajo estaban –y siguen estando— a niveles esclavistas, el capital ha reducido la capacidad de compra. Y para que la gente pueda comprar las mercancías que, de otro modo, quedan sin vender, es necesario ahora favorecer el endeudamiento en todas sus formas. Esto condujo a la dependencia cultural y política de los actores sociales (la deuda actúa en la esfera del inconsciente colectivo como culpa) y, al mismo tiempo, ha fragilizado el sistema exponiéndolo –como ahora vemos– al colapso provocado por el estallido de la burbuja.
Quinta manipulación:
La inflación es el principal peligro, al punto de que la Banca Central europea tiene un único objetivo declarado en su estatuto: el de, cueste lo que cueste, contrabalancear la inflación. ¿Qué es la inflación? Es una reducción del valor del dinero y, sobre todo, un aumento de los precios de las mercancías. Es claro que la inflación puede volverse peligrosa para la sociedad, pero es posible crear dispositivos de compensación (como era la escala móvil que en Italia fue liquidada en 1984, sobre el inicio de la gloriosa “reforma” neoliberal). Pero el verdadero peligro para la sociedad es la deflación, estrechamente ligada a la recesión: reducción de la potencia productiva de la máquina colectiva.
Sin embargo, como está sucediendo, quien posee grandes capitales prefiere el hambre de toda la sociedad antes que ver reducido el valor de la inflación. La Banca Europea prefiere provocar recesión, miseria, desocupación, empobrecimiento, barbarie, violencia antes que renunciar a los criterios restrictivos de Maastricht; antes que imprimir moneda, dando así respiro a la economía social y comenzando a redistribuir la riqueza. Para crear el artificial terror a la inflación se agita el espectro (comprensiblemente temido por los alemanes) de los años '20 en Alemania, como si la causa del nazismo hubiese sido la inflación y no la gestión que de la inflación hicieron los grandes capitales alemanes e internacionales.
Ahora todo se está derrumbando: es tan claro como el sol. Las medidas que la clase financiera está imponiendo a los estados europeos constituyen lo contrario de una solución: son, más bien, un factor de multiplicación de la catástrofe. El rescate financiero viene acompañado, de hecho, por medidas que golpean a los salarios (reduciendo la demanda futura) y que afectan, también, a la inversión en educación e investigación (reduciendo la capacidad productiva futura), lo que induce casi inmediatamente a una recesión.
Grecia, sin duda, lo demuestra. El salvataje europeo destruyó, allí, la capacidad productiva, privatizando las estructuras públicas y desmoralizado a la población. El producto interno bruto (PBI) disminuyó en un 7% y no se detiene el colapso. Los préstamos se desembolsan con intereses tan altos que, año tras año, Grecia se hunde cada vez más en la deuda, en la culpa, en la miseria y en el odio antieuropeo. Y la receta griega se extiende ahora a Portugal, a España, a Irlanda, a Italia. El único efecto es el de provocar una transferencia de recursos de las sociedades de estos países hacia la clase financiera. En síntesis, la austeridad no es efectiva para reducir la deuda, por el contrario, provoca deflación, reduce la masa de la riqueza producida y, en consecuencia, provoca un posterior endeudamiento; hasta que todo el castillo se derrumba.
Los movimientos debemos estar preparados para esto. La insurrección serpentea en las ciudades europeas. En distintos momentos, en el curso del último año, fue cobrando forma visible: desde el 14 de diciembre en Roma, Atenas y Londres y la acampada de mayo-junio en España hasta las cuatro noches de ira en los suburbios de Inglaterra. Es claro que en los próximos meses la insurrección está destinada a expandirse, a proliferar. Pero no va a ser una aventura feliz, no será un proceso lineal de emancipación social.
La sociedad de los países está disgregada, fragilizada, fragmentada a casusa de treinta años de privatización, de competencia salvaje en el campo del trabajo y de treinta años de envenenamiento psicosférico producido por mafias mediáticas gestionadas por tipos como Berlusconi y Murdoch.
La insurrección que viene no será un proceso siempre alegre, más bien, estará a menudo teñido de racismo, de violencia autoinfringida. Este es el efecto de des-solidarización que el neoliberalismo y la política criminal de la izquierda produjeron en el ejército fragmentado y proliferante del trabajo.
En los próximos cinco años podemos esperar una expansión de fenómenos de guerra civil interétnica, como ya se ha entrevisto tras el humo de la insurrección inglesa, por ejemplo, en los episodios violentos de Birmingham. Nadie podrá evitarlo. Y nadie podrá dirigir esa insurrección que será una caótica reactivación de las energías del cuerpo de la sociedad europea, cuerpo por largo tiempo comprimido, fragmentado y descerebrado.
La tarea que los movimientos deben desenrollar no es provocar la insurrección –dado que ésta seguirá una dinámica espontánea e ingobernable–, sino la de crear (dentro de la insurrección o, mejor aún, en paralelo) las estructuras cognositivas, didáctivas, existenciales, psicoterapéuticas, estéticas, tecnológicas y productivas que podrán dar sentido y autonomía a un proceso, en gran parte, insensato y reactivo.
En la insurrección, pero también fuera de ella, deberá crecer el movimiento de re-invención de Europa, poniendo como primer objetivo el derrocamiento de la Europa de Maastricht, el desconocimiento de la deuda y de las reglas que la han engendrado, al tiempo que se va alimentando la creación de lugares de belleza e inteligencia, de experimentación técnica y política.
La (inevitable) caída de Europa no será un hecho gozoso, porque abrirá la puerta a procedimientos de violencia nacionalista y racista. Pero la Europa de Maastricht no puede ser defendida.
La tarea del movimiento será rearticular un discurso europeo basado en la solidaridad social, en el igualitarismo, en la reducción del tiempo de trabajo, en la redistribución de la riqueza, en la expropiación de grandes capitales, en la cancelación de la deuda y en la noción de culpa, de superación de la territorialidad de la política.
Abolir Maastricht, abolir Schengen, para repensar Europa como forma de futuro de lo internacional, de la igualdad y de la libertad (de los estados, de los patrones, de todos)
Es probable que el próximo pasaje de la insurrección europea tenga como escenario a Italia.
Mientras Berlusconi nos hipnotiza con sus acrobacias de viejo mafioso, incitando la indignación legalista, Napolitano nos mete la mano en el bolsillo. La división del trabajo es perfecta. Los Indignados de Italia creen que es suficiente con restaurar el imperio de la Ley para que las cosas comiencen a funcionar decentemente; y creen que los dictados europeos son la solución para las fechorías de la casta mafiosa italiana. Después de treinta años de Minzolini y Ferrara no nos debe extrañar que se puedan crear fábulas de este tipo. El purgatorio que nos espera es, en cambio, mucho más largo y complicado.
Tendremos, tal vez, que pasar de través una insurrección legalista que llevará al desastre de un gobierno de la Banca Central Europea, personificado en un banquero o en un industrial que cante loas a la Ley.
Será el gobierno que destruirá definitivamente a la sociedad italiana. Y los próximos años serán peores que los veinte que han quedado a nuestra espalda. Es mejor saberlo.
Y es mejor saber, también, que una solución al problema italiano no se encuentra en Italia, sino tal vez (y subrayo el tal vez) en la insurrección europea.
10 de septiembre de 2011
Traducción: Diego Picotto
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